Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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poco a poco su corazón.
--Hora legará en que me traigan el alimento que dan a todos los presos --dijo entre sí, --y entonces veré
a alguien que responderá a lo que yo pregunte.
El rey buscó en su memoria a qué hora comían los presos de la Bastilla; pero, en vano, pues lo ignoraba.
Aquella fue para él una sorda y dolorosa puñalada que le infería el remordimiento de haber vivido veinti-
cinco años rey y dichoso, sin pensar en los padecimientos de los desventurados a quienes priva injustamen-
te de su libertad. Y Luis sintió la vergüenza, y conoció que Dios, al permitir aquella humillación terrible, no
hacía más que devolver a un hombre los martirios que ese mismo hombre infligiera a tantos otros.
Nada podía ser más eficaz para despertar nuevamente las creencias religiosas en aquella alma aterrada
por la sensación de los dolores, pero Luis no se atrevió a arrodillarse para elevar su corazón a Dios y supli-
carle que pusiese fin a aquella prueba.
--Dios siempre obra bien --dijo entre sí, --por lo tanto, yo sería un cobarde si pidiese lo que con fre-
cuencia he negado a mis semejantes.
Ahí estaba de sus reflexiones, es decir, de su agonía, cuando allende la puerta volvió a oírse ruido, pero
ahora seguido del rechinar de llaves y cerrojos.
El rey dio un brinco, para acercarse al que iba a entrar; pero de pronto se hizo cargo de que tales demos-
traciones eran indignas de un monarca y, deteniéndose, tomó una actitud noble y tranquila, y aguardó, de
espaldas hacia la ventana, para disimular cuanto le fuese posible su agitación a los ojos del recién venido,
que no era otro que el llavero, portador de una cesta llena de víveres.
Luis miró con inquietud a aquel hombre, y aguardó a que hablase.
--¡Ah! --dijo el llavero, --¿conque habéis roto la silla? Ya lo dije. Por fuerza os habéis tocado de la ca-
beza.
--Ved lo que decís --repuso Luis, --pues os interesa grandemente.
--¿Cómo? --exclamó con sorpresa el carcelero, dejando el cesto sobre la mesa.
--Decid al gobernador que suba --añadió con nobleza el rey. --Vamos a ver, hijo mío --repuso el car-
celero; --siempre habéis sido muy cuerdo; pero la locura lo vuelve malo a uno, y quiero advertiros; habéis
roto la silla y hecho ruido, y este es delito que se castiga con el calabozo. Prometedme que no volveréis a
las andadas, y no diré nada al gobernador.
--Quiero ver al gobernador --repitió el rey sin pestañear.
--¡Cuidado! os hará encerrar en el calabozo.
--¡Quiero verlo! ¿oís?
--¡Ah diantre! ¿se os extravía la mirada? pues me llevo vuestro cuchillo.
Y diciendo y haciendo, el carcelero cerró la puerta y se marchó, dejando al rey más aturdido, más des-
venturado y más solo que nunca.
En vano empezó a golpear de nuevo la puerta con el palo de la silla; en vano arrojó fuentes y platos por
la ventana; nadie le hizo caso.
Dos horas después, del rey, del caballero, del hombre, del ente razonable, no quedaba más que un loco
que se arrancaba las uñac, arañando las puertas y haciendo esfuerzos sobrehumanos para desembaldosar el
suelo, lanzaba tan espantosos gritos que no parecía sino que la vetusta Bastilla se conmovía en sus ci-
mientos por haberse atrevido a rebelarse contra su amo y señor.
Baisemeaux ni siquiera se tomó la molestia de preguntar la causa de tanto ruido, porque ¿no eran los lo-
cos moneda corriente en la fortaleza, y los muros no eran, a su vez, más fuertes que los locos?
Baisemeaux, impresionado con lo que dijo Aramis, y escudado con la orden del rey, no deseaba sino que
marchiali se volviese suficientemente loco para ahorcarse del pabellón de su cama o de uno de los barrotes
de su ventana. En efecto, aquel preso reportaba poca ganancia, y ocasionaba más molestias que las debidas. Así, pues,
de suicidarse el preso, habrían tenido un desenlace que ni a pedir de boca las complicaciones de Seldón y
de Marchiali, y la libertad, reencarnación y semejanzas. Y aun creyó Baisemeaux haber notado que a Her-
blay no le habría disgustado tal fin.
--Realmente --decía Baisemeaux a su mayor, --un preso es ya harto desdichado con estarlo, y padece
lo bastante para que, caritativamente pueda uno desearle la muerte. Con tanta mayor razón cuando el preso
se ha vuelto loco, entonces no habría que limitarse uno a desearle la muerte. sino matarlo sin más averi-
guaciones, lo cual sería una buena obra.
Y el buen gobernador se hizo servir` el segundo almuerzo.

LA SOMBRA DE FOUQUET

D'Artagnan, aun aturdido de su entrevista con el rey, se preguntaba si realmente se hallaba en Vaux, si
era efectivamente el capitán de los mosqueteros, y Fouquet el propietario del castillo en el cual Luis XIV
acababa de recibir hospitalidad. Y aquellas no eran reflexiones del hombre embriagado con los vinos del
superintendente. Pero el gascón era hombre sereno, con solo tocar su


 

 
 

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